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Por Oscar aleuy , 1 de marzo de 2025 | 23:06

El secreto mal guardado de Antidoro Bermúdez

El General Bermúdez huyó hasta Aysén durante la revolución salazarista en España. (Foto representativa, foto Museo Regional Aysén)
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Por años, los entresijos del nacimiento de Bermúdez constituyen algo secreto y encubierto. Como un cuento entrecortado, tal vez. Pero llegó el día en que terminó por saberse y entonces fue como si el mundo se hubiera detenido. 

Cuando nació, el mortecino cuerpecito emergiendo de la madre cayó de culo al choapino de la cama berreando como un carnero en peligro. La escandalera y la carcajada se alzaron frenéticamente en la improvisada sala de partos, provocando tal estupor, que el lugar se convirtió en un cuadro de comedia humorística con tintes vodevilescos. Cuando la aterrorizada madre por fin lo tuvo entre sus brazos y pareció que el incidente se había superado, el primoroso querubín dio un rápido manotacito hacia el rostro de la mujer, y una de sus afiladas uñas penetró en la córnea del ojo derecho, siendo imposible detener el sangramiento. El bebé se convirtió así en una masa purpúrea que descontinuó grotescamente la solemnidad del momento y nada ni nadie pudo evitar que la madre muriera desangrada a los pocos minutos.

Luego de la escena, sólo quedaron ahí el lúgubre silencio, un cadáver en la cama y un recién nacido trasladado a otra habitación con el estigma de haberse convertido en un temprano condenado por el destino.

Fueron esas las primeras imágenes del mundo de Antidoro. En breves minutos se durmió después del asombroso salto hacia el abismo. Lo devolvieron rápidamente al lecho y le cubrieron la piel con afeites y esencias aromadas de un bouquet multifloral que había llegado especialmente para él desde Comodoro Rivadavia. 

De un auto largo y negro bajaron dos hombres, que en cosa de minutos trasladaron el cadáver de la mujer en un ataúd de madera de pino con rumbo a una casa de socorros que funcionaba como posta de primeros auxilios, sala de partos y hasta una atención dental.

Los primeros tiempos de la familia

En 1940, la familia Bermúdez San José ya no gozaba del mismo prestigio ganado durante los conflictos de la guerra. Obnubilado por sus heroicas acciones, el general don Antidoro del Santo Custodio elevó su orgullo al más alto grado de honor y distinción cuando fue asignado para el mando de las tropas en los luctuosos sucesos de la guerra del éter. Ya en ese momento comenzaba a jactarse sin contemplaciones de haber sido uno de los más memorables paladines en las revueltas pueblerinas de la Segunda República Española.

 La revolución salazarista marcó profundamente a la España de la guerra. Los Bermúdez Salazar, era una de las familias más influyentes de Villa de Vallecas en Madrid, que tuvieron que endilgar rumbos hacia la América en medio de esos raros tiempos de violencia. Así que partieron sin aviso con dos chicuelos ya crecidos y tres baúles con atavíos, ajuares y paramentos, y abordaron el barco que los trajo hasta América.

La llegada en 1941

Llegaron a Puerto Aysén en pleno invierno de 1941, llenos de ínfulas y presunciones, aunque ya en el viaje dieron a conocer sus proezas en el inmortal Monte del Prado, distante a pocas millas tierra adentro de Lisboa, además de una y otra escaramuza al sur de las playas de Henry Doyle, donde vacacionaban los más opulentos y adinerados. Desde su más rubicunda cursilería, la mujer del general sintió vergüenza cuando su marido señaló con el dedo esas tierras malditas, en una actitud de beligerancia y odio mal parido. 

En el puerto de Aysén, el alcalde de mar vigilaba detrás de una carpa maltrecha llena de hilachas a un villorrio donde sólo un barco a vapor pasaba por ahí cada dos semanas, caleteando entre los puertos y abras del archipiélago en un irracional periplo de cinco días con sus noches.

Por eso, al llegar, se bajaron con el mareo vivo del viaje y una especie de desvanecimiento que los hizo pararse a descansar sobre la punta de unos fierros enmohecidos. El viejo de la carpa trataba de darse importancia impartiendo órdenes imaginarias a gentes que no existían y a vecinos que no estaban. Todos hacían tiempo esperando la llegada de la banda de los carabineros que siempre acostumbraba a meterse por los caminitos de la plazoleta elevando al aire sones y marchas militares delante de la abigarrada concurrencia. Era otro día de barcos, de música y aplausos, rancheras, pan y vino en medio del aguacero.

Entrevista con el alcalde en una carpa

Bueno, la cosa es que este extraño señor Bermúdez no encontró nada mejor que preguntarle al alcalde de mar sobre cómo se vivía en esta parte del mundo, que no es tan bueno le contestaba la primera autoridad, como diciéndole es mejor que se vaya, que regrese de donde vino, pero eso no lo entendió el militar y siguió preguntando, y que le dé datos sobre dónde podría vivir con su mujer y su hijo de casi un año, a lo que el alcalde, fastuoso y conmovedor como si fuera el dueño de todo eso, le recomendó lo único que había, la posada del último álamo antes de llegar al muelle de la plazoleta y no creo que se pierda pues es todo tan chico por aquí, terminaba diciéndole. ¡Ah, y además se lee la palabra Vera sobre las tejuelas!

Durante el parto, en la historia de hoy, probablemente deba  producirse un giro violento hacia la redención del protagonista. (Fotos Red Social)

Tan llena de gente encontraron la pensión que no se podía avanzar un metro, en medio de un evidente olor a algas que se propagaba por todo el recinto. Estaban casi todos de pie esperando noticias de si había alguna pieza desocupada, con la cara triste y en completo silencio mientras se oían caer las gotas de agua de los ponchos de castilla sobre el piso de madera que se empozaba a la vista de todos.

Al día siguiente el matrimonio Bermúdez San José ocupaba la habitación más grande de la pensión, un recinto húmedo y desvencijado, lleno de brumoso aroma de algas y cochayuyo, cuyo propietario Rudecindo Vera Márquez, era un gigantón de uno noventa que con el tiempo sería administrador de puertos, capataz de caminos, regidor, alcalde y el mejor hotelero de la comarca.

Se sienten los sones de la banda

La banda llegó esa mañana de lluvias torrenciales a tomar ubicación sobre un extraño estrado de dos niveles sobre el que los músicos se paraban haciendo gemir sus instrumentos. A una orden del director que enarbolaba una batuta, se oyeron clamorosos sones de valses y mazurcas de moda y, sobre todo, marchas militares que hacían vibrar los corazones de la chusma. El barco apareció en la punta de la península y era un minúsculo punto acercándose al muelle. Los músicos, a la orden de su director, abandonaron el estrado e iniciaron la marcha al marcial ritmo de Lili Marlene, hasta detenerse como a unos veinte metros del muelle de atraque.

No es por casualidad que el teniente Bermúdez llegara hasta las oscuras divisiones del territorio más inhóspito de la Patagonia. Tampoco era normal el hecho de que haya salido tan de prisa de su poblado portugués y que les haya dicho a todos, incluida su mujer, que había que escapar de algo que nunca dijo y cambiar estos aires infames encaramado a un carro cargado de baúles con joyas y emprenderlas hacia Chile sin darle explicaciones a nadie.

Pero eso no lo sabrían muchas personas, sino hasta el día que el oficial, cuando caminaba distraídamente sorteando lonchas de barro de una calle ancha llamada Chile-Argentina, sintió que alguien lo llamaba, y le hacía una seña e incluso desaparecía como una rata sobre el piso, para reaparecer en medio de las sombras poco después. 

Pero lo extraño no era eso. No todos los días a uno lo llaman por su nombre en lo más perdido del mundo y como saliendo de la nada. Esa persona pronunció su nombre. Así quedó establecido en el relato que me hicieron. Buenos días tenga usted señor Antidoro, le dijeron, con todas sus letras. Por Dios, si desde donde él venía mediaban muchos, pero muchos kilómetros de distancia, así a vuelo de pájaro serían como 18 mil, sin contar los islotes y las aguas engolfadas.

Como conviene no mentir mucho a la altura del relato, el mismo señor Antidoro sintió una sospecha en el fondo de su alma al escuchar la voz, ya que le parecía cada vez más conocida y familiar. Por lo mismo, le había sido difícil reaccionar y lo peor de todo, había quedado confundido después del hecho y hasta se preguntaba quién sería esa persona.

Mi amigo Francisco Dantes estaba ahí el día que yo nací. Era uno de los niños que estaba presente cuando mi madre me parió y estuvo muy cerca del manotazo que le provocó una inesperada y triste muerte a mamá. Ese día, algunos creyeron que yo me convertí en el asesino más dulce, tierno e inocente de todos los que pueden existir en este mundo. 

Mi amigo Francisco siempre me acompañó en el crecimiento, en los diálogos, las historias y conversaciones que sostuvimos, siempre con un apego y cercanía muy especial. Y él mismo fue el que me contó la dramática historia de la muerte de mamá, pero sin nunca mencionar el incidente de la cama de partos ni decirme en tono acusador que yo la había matado accidentalmente.

Con el tiempo me convertí entonces en lo que soy. Un viejo general de ejército desquiciado, un repelente y estúpido hombre con don de mando y superioridad, algo que aprendí metódicamente a llevar durante toda la vida.

Tres días después que escuché que me saludaba en los muelles del río, no supe todavía descubrir quién era. Yo no sabía que Francisco había llegado adonde estoy aquí en Aysén porque me había seguido desde mi viaje en medio de la violencia  vivida en la Villa de Vallecas, desde donde prácticamente huimos sin hablar mucho de todo lo que pasó.

¿Y por qué me siguió hasta el fin del mundo?

La venganza no se puede guardar le dijo en sueños mi madre muerta a Francisco Dantés durante una noche de pesadillas. De pie en la cocina, yo sabía que el llamado no era sólo de él, quien se encontraba al otro lado de la línea, una zona de pecados nunca expiados. Así me lo dijo, iré por ti por encargo de mi madre que se desangró en la cama junto con darme la vida.

En cuanto colgué, me di cuenta que mi vida estaba en manos de Dantés. Porque mamá así se lo había pedido en sueños. Colgué el viejo teléfono y salí un rato al patio a rodearme de flores y vegetales. Y por la noche le avisé a mi familia que debíamos escapar de ahí y escondernos en un lugar donde nadie nos encuentre jamás. Miré el cielo estrellado y me encontré con la eternidad.

Me senté junto a un sauce en un banco de madera tosca y pensé en lo que me había dicho Dantés al encontrarme junto al río en Aysén. Y en esta llamada, la última, donde la voz era la misma.

Pensé en todo, en la partera y en el parto, en la uña que ahora toco con el pulgar, en la vida que había pasado viviendo que era como un eterno invierno blanco y frío del que había que protegerse, huyendo siempre, de una culpa que jamás se pudo pagar, sólo hasta ahora como el mismo Francisco que clavaba el puñal en el cuello y se iba, dejándome ahí, desangrándome hasta que el río comenzaba a enrojecer. Igual que mamá sobre la cama.

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OSCAR  ALEUY, autor de cientos de crónicas, historias, cuentos, novelas  y memoriales de las vecindades de la región 

de Aysén. Escribe, fabrica y edita sus propios libros en una difícil tarea de autogestión. 

Ha escrito 4 novelas, una colección de 17 cuentos patagones, otra colección de 6 tomos de biografías y sucedidos y de 4 tomos de crónicas de la nostalgia de niñez y juventud. A ello se suman dos libros de historia oficial sobre la Patagonia y Cisnes. En preparación un conjunto de 15 revistas de 84 páginas puestas  en edición de libro y esta sección de La Última Esquina.

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