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Por Oscar aleuy , 18 de mayo de 2024 | 22:32

Doña Regina Méndez me presentó a un fotógrafo y al Loco del Pito

Regina Méndez, la anciana cuya entrevista da pie a esta historia. A su lado, junto a su marido. (Fotos Grupo NLDA)
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Conocí a Méndez, en una cuenteada de su hijo Hércules un poco después de haber llegado a Puerto Cisnes y preguntar por él. Su madre me había dejado años antes la verdadera historia de un hombre maravilloso que se ganaba la vida fotografiando a las personas y familias en Puerto Aysén. Ese día tan importante doña Regina Méndez Zúñiga habló y habló durante horas y en una casette conservo esa voz chocarrera y divertida.

Miguel Méndez Zúñiga era un hombre bajito y siempre con una sonrisa a flor de piel. Pedro era uno de sus hermanos al que todos conocieron como el Loco del Pito. Este Miguel llegaría a ser el más famoso y popular fotógrafo del pueblo, no tanto por la pericia que demostraba en su oficio como por la simpatía que irradiaban la mayoría de sus gestos en el trato con sus semejantes. Pero no sólo sería el fotógrafo de los campesinos o de los habitantes de las islas y los villorrios, sino que dejaría establecido un verdadero estilo de ser y de vivir. Pedro, en cambio, era trabajador y obrero y no le importaban para nada las fotos ni las máquinas de su hermano.

De dónde nació el apodo

El apodo le llegó cierta tarde de esquilas cuando míster Hyde que se encontraba capataceando en la estancia Cisnes, dejó olvidada su pipa de hueso predilecta encima de algún barón de coigüe con caballos atados, lo que aprovechó Méndez para sustraérsela en afectuoso tono de broma. Cuando el gringo se dio cuenta de que su pipa había desaparecido, se quiso morir, pues era su mayor tesoro, seguramente de lo más preciado que había traído desde sus tierras anglosajonas. Y entonces fue cuando vio desde lejos a su capataz Miguel, quien incluso se estaba dando el lujo de desafiarlo, aspirando con fruición un tabaco de lo más caro. Ir y retarlo delante de la peonada fue una sola cosa, y entonces aprovechó todo aquel momento de iracundia para espetarlo en un tono ya casi descortés: 

Este loco Méndez anda puro webiando no más. ¡Este es un tipo loco que me robó la pita! ¡Es el loco de la pita! ¡La pita es mía, no de ese loco que anda puro hueviando no más! 

Como el gringo no dominaba mucho el idioma, seguramente fue muy gracioso para los presentes escuchar los floridos improperios del míster, por lo que desde ese momento a Pedro Méndez se le empezó a conocer como El Loco del Pito. Y hasta la fecha, hablar de él es como remontarse a detalles inolvidables del vecindario aysenino de los principios. Incluso se sabe que era tanta la afición por fumar en esa pipa vieja y desgastada, que Méndez la usaba todo el día, sin despegarse de ella jamás. Seguramente la haya traído a Aysén en uno de esos tantos viajes en chalupones a Puerto Montt. 

 

Pedro, el loco del pito

El hermano Pedro pasaba la mayor parte del tiempo en sus muchos oficios. A calle abierta y con paisanos que lo querían, trabajó de lechero, carbonero, quesero y verdulero. La gente le sentía venir por las veredas barrosas y le compraba su carbón o le regalaban monedas de a peso de las primeras grandes monedas grises que mostraban un cóndor alado. Ahí mismo cantaba lo que se acordaba y lo repetía como una monserga de nunca acabar, sobre todo cuando se empinaba unos jarros de vino barato que muchos le regalaban en bares y prostíbulos de algunas callejuelas escondidas por los esterillos.

El primero que me contó esto fue el muy respetado camionero Abraham Bórquez, el hijo único de uno de los constructores del puente colgante del Balseo, en el kilómetro 20 camino a Puerto Aysén. Se conservan fotos impresionantes de sus primeras visitas como novio de Berta, la hija del contador en Balmaceda, donde ha estacionado su camión ñato frente a la casa de la prete y don Herman, echando una carcajada con un fondo de dos o tres casas dispersas. Este Abraham, el hijo del constructor, me confesó que se encontraba una noche de copas en su casa con chimenea y afuera nevando fuerte, y cuando estábamos en la mitad de la contada le dio un ataque de risa incontrolable. Quise indagar mucho más, pero ya era tarde así que me dijo que tenía sueño y que me fuera. Me despedí de él, riéndonos aún del suceso y me dirigí a la casa de mis padres a unas dos cuadras de la suya.

Los vecinos conocían de memoria la famosa cantinela de este mentado Loco del Pito. En cualquier momento de la mañana o la tarde, en medio de la ciudad silenciosa se escuchaba fuerte y claro por los aires ese tarareo muy entonado que gustaba a todos: 

Carbonero es el que canta, con el polvo del carbón se le seca la garganta. 

Se paraba en las esquinas y cantaba medio recitando, dos, tres, seis veces, hasta que la gente salía de sus casas y le iba a comprar carbón, el más preciado elemento para protegerse del frío en esa época. O leche. Y a veces algunos quesos un poco pasados.

Una familia de vida noble y robustos principios era la de los Méndez Zúñiga. Las fotos no representan a esa familia, pero constituyen imágenes que denotan sus nobles oficios (Redes sociales)

El estudio fotográfico de Miguel

Las fotografías de Miguel Méndez eran muy solicitadas. Le ayudaba por entonces su sobrina, Reginita, tan linda ella con faldas arrebujadas y un camisetín grueso para las frías mojadas. Recuerdo que ese mismo día que la entrevisté andaba de paso hacia Sarmiento. La gente de campo era la que más se retrataba entonces, me contó la Regina. Llegaban esos grupos de no sé qué parte, y ahí se instalaban por largos minutos, se miraban en unos espejitos chicos y algunas mujeres se pintaban con unos polvos para salir medio sonrojadas. También los hombres. Se arreglaban el paletó y daban palmetazos a sus ropas, para que desaparezcan polvos, manchas o arrugas.

Esas verdaderas horas laborales hacían que se produjeran todos esos preparativos que a la Regina le parecían divertidísimos. Llevaban sus mejores atuendos para salir bien en la foto y, sobre todo las madres o las abuelas con la peineta no dejaban de preparar esa cara para que se viera linda, aunque no lo fuera tanto como ellas pensaban. La dama Méndez Morales me llenó la cabeza de escenas inolvidables, donde una paisanada entusiasta y feliz posaba para una foto y ponían el cuerpo donde le indicara el fotógrafo. Primero los acomodaba a todos y los hacía mirar hacia un punto común. Luego se acercaba a cada uno para ubicar mejor su humanidad, sobre todo las postura, ademanes y expresiones, mientras él, cubierto con la pañoleta de su improvisada cámara oscura, esperaba el momento justo para obturar la toma, y ese flash brillante y subía como un humo de explosivo y hediondo que asustaba a todos, aunque no fuese otra cosa que un estallido de magnesio que arrojaba un profuso olor a azufre en medio de una bulliciosa humareda. No en vano se le escuchaba decir, ante la afirmación de por qué la foto salía mala:

—No es que la foto salga mala, si los que no pueden salir mejor son ustedes, que de lindo no tienen mucho pué... 

Algunos de los antiguos habitantes de Puerto Aysén recuerdan al Loco del Pito con cariño, sonrisas y sobre todo, mucho respeto. Era como estar viviendo en un pueblo donde todos eran como una familia. El señor Méndez siempre hizo reír a carcajadas a todo el vecindario. Su virtud fue aprisionar silenciosamente, con un código creado por él mismo, los márgenes donde hay tiempo para abandonar la cordura y convertirse en un poeta y creativo. Mientras tanto, su hermano también dejaría su secreto: fotografías que no existen en ningún hogar de Aysén. De otros colegas, sí. Una multitud de encantadoras fotografías de grupos familiares, maravillosas panorámicas o rostros y paisajes. Pero de él, ninguna foto se salvó del tiempo.

 

El encuentro con Hércules

Un día me fui a Cisnes a buscar a su hijo, que estaba viviendo en una casa grande frente al mar, en un barrio lleno de embarcaderos y muelles, con  vida de mar y vida de viajes y zarpes de barcos y lanchones. Don Miguel me escuchaba en mis programas de entrevistas de los domingos por la radio y me hizo pasar como si yo fuera el mismo dueño del pueblo. Qué maravilla tenerlo por mi casa don Oscar, me dijo. Esto sí que no podré olvidarlo.

Me llevó a un salón inmenso donde parece que tiempo atrás se bailó y se hicieron fiestas y cenas, en pleno puerto Cisnes, frente al mar en una costanera que parecía guiñarnos sus secretos en silencio. Fue en ese lugar que durante horas ese famoso Miguel, descendiente de su padre fotógrafo, me hizo recordarlo, tal y como me lo había contado la Regina con tanto aplomo y simpatía. Aún con esa voz socarrona que me proyectaron las grabaciones de esa señora, el Loco del Pito desde alguna plaza o barrio de un puerto Aysén antiguo y olvidado, repetía y repetía la misma monserga que dio que hablar tantos años a las comunidades de esa ciudad:

Carbonero es el que canta, con el polvo del carbón se le seca la garganta. 

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