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Por Oscar aleuy , 16 de febrero de 2025 | 11:23

Qué estaba pasando cuando Coyhaique no cumplía ni siquiera los diez años

La Estancia de Coyhaique Bajo era el único vestigio de vida laboral organizado en el Coyhaique de antes. Miles de peones se conchababan a las órdenes de los administradores (Foto Museo Regional Aysén)
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Mi madre anciana hizo su primera comunión en la actual parroquia vieja Nuestra Señora de los Dolores, al lado de la catedral de Coyhaique, mientras se encontraba aprendiendo las primeras letras en la escuela de los curas con el padre Cola.

Ella me contó que tuvo que ayudarle a su madre Rosario que le lavaba la ropa a mucho soltero administrativo y administrador de por esos lados estancieros y que al regresar, le cuidaba una tracalada de gatos al contador de los ingleses Alberto Brautigam, que después llegaría a ser alcalde por dos períodos.

Los curitas de Coyhaique llegaron por la década del 30 hasta un Baquedano en ciernes, y no conocieron precisamente un pueblo, sino una comunidad de peones y trabajadores de los ingleses, en un espacio que muchos llamaron la Ciudadela de la Estancia. 

Hilda Rojas Pérez asistió a la escuela con los de la estancia mientras era una niña. Fue amiga del padre Cola, párroco de la páqrroquia de la estancia y realizó su primera comunicón en la capilla de la Señora de los Dolores frente a la plaza. La foto la muestra recién casada con Oscar, su marido de toda la vida y ya anciana, en los últimos 10 años de su vida.

Manuel Córdova se avizoró como uno de los primeros sacerdotes, con una voluntad de líder y profundo guía espiritual de un puñado de fieles. Vivía en las mismas casas de la estancia y celebraba misas y rezos en una habitación habilitada, en ningún caso una capilla todavía. Lo mismo cuando bajaba a Baquedano, siempre era una vecina la que prestaba una pieza de su casa, adaptada como capilla para orar o celebrar una improvisada liturgia.

Cayún y Levín, amarrados en el pueblo

Cómo no escribir sobre Carmelo Levín y José Cayún, que siempre formaron parte activa del paisaje de la estancia.

Cuando Levín estaba en la estancia trabajando para los ingleses, sintió un oscuro rumor sobre el puente de la Cruz. Se cuchicheaba por ahí que se estaban muriendo muchos jinetes y caminantes que pasaban de noche por el camino. Como era hortelano, prefirió seguir armando jardines en vez de dedicarse a pensar en contadas sin fundamento. Levín era arbolero y podador, hacedor de plantíos y hombre de confianza de los ingleses de la estancia, huertero de los capataces y quintero de los administradores, sólo a cuatro kilómetros donde ya se había fundado Baquedano. 

Los patios familiares gozaban de una exquisita apariencia cuando los vecinos llamaban a Carmelo para los arreglos. Nunca montó un caballo. Siempre andaba con su vieja carretilla de mano donde iban los rastrillos y gualatos, las tres clases de palas y una docena de diversas herramientas. El área de los plantíos, jardines y arboledas se amparaba bajo la mano experta de Levín. Resaltaban los conjuntos arbustivos de todos los verdes imaginados, los laboreos de rosas y claveles y los álamos altos cuyos retoños había logrado traer el primer Arizmendi desde la Argentina a principios del siglo XX, utilizando tan sólo dos carretas de bueyes de dos yuntas. Miguel Sigoña, uno de sus mejores amigos, aceptaba firmar el gran contrato de construcción de la ciudadela, que incluía casas, oficinas, galpones de acopio, potreros, una cocina, una chanchería, una grasería,  una escuela con capilla y un cementerio. 

La vida de esos pagos se iba tornando tan interesante, que no bastaban los movimientos del ganado ni el ronroneo de los camiones Buick repletos de bolsones de lana. A ello había que unir las quietudes de los jardines, sus prados, arboledas y una hortelanía nacida de las manos y el trabajo de Carmelo Levín. Había rosas y clarines por doquier, abundancia de crisantemos y claveles junto a miles de pensamientos y una hilera de amarillosos retamos contiguos a los cercos. 

El viento lo movía todo, provocando un vociferar de hojarascas. Se sentía más fuerte cuando los peones regresaban al descanso. En esos momentos, la carretilla cansada de Carmelo Levín también enfilaba con rumbo a la calle Moraleda. Acaso por ese mismo motivo de tener que andar carretillando noche y madrugada, se le haya entrado la idea de que los muertos habían empezado a penar cerca del puente de la Cruz. 

No en vano se sintió a sí mismo tomando precauciones a la bajada de la cuesta, oteando siempre a lado y lado, aguzando el oído por si lo sorprendían los difuntos. Allí volvía a mirar las cruces grandes enterradas cerca del viejo puente y saludaba a amigos y conocidos. Cuando iba entrando a Baquedano hurgaba la tranquera del viejo Márquez y seguía avanzando con la carretilla y un leve dolor de hombros que le nacía callado. 

CARMELO LEVÍN tuvo un hijo que era gran delantero en el Baquedano de las dos series A y  B. Es el segundo de la izquierda y se llamaba Hugo. Los otros jugadores Rubén Chible, Fernando Echevarria, el gringo Krausse y Abundio Fontecha. (Foto publicada en 1988 en revista del autor)

Tan baqueano como él, Guillermo Cayún le salía al paso, de regreso ya a sus territorios estancieros. Ahí terminaba y comenzaba Baquedano, justo donde José Vera Márquez aceptaba o no darle el paso a jinetes y caminantes, moviendo la tranquera por disposición de ingleses y carabineros. Eso era muy cerca del arroyo. A Cayún se le iban entumeciendo los músculos de tanto caminar. 

A la izquierda comenzaban las casas a mostrarle sus siluetas ocultas, los hermanos Báez que eran relojeros y el practicante Gaete con dos ventanas cuadradas que se iluminaban con los chonchones. No le dio la vista para leer un letrero nuevo mandado a hacer en la tarde por los administradores usando los moldes para los bolsones que se marcaban con alquitranes y brochas medianas. Pero sí alcanzó a percibir el rumor del viento que movía los álamos pequeños de la casa de la comisaría, aledaña a Martín Tolosa el camionero, cuyos ventanales más grandes iluminaban el ambiente con luz de Petromax. 

Antes de alcanzar las casas de la Catalina Mora y Enriqueta Jarpa, hizo un esfuerzo para poder distinguir la suya, cerca de las Nauto por Moraleda. Había muchos pensionistas donde doña Cata y también bailadores y bebedores donde las hermanas. Se veían corrales y un patio enorme donde se lavaba y se colgaba ropa, mientras los jinetes se reunían junto al abrevadero para dar de beber a las bestias. Saludó a doña Modesta Abarca y levantó el brazo a María Chamblat, mientras escuchaba a una cuadra los parloteos de Julia Bon y Amalia Vidal. 

Carmelo Levín estaba por llegar a su casa cuando creyó haber encontrado una respuesta para tanto relato de aparecidos en el puente. Se dijo que tal vez los rateros lo inventaban para asaltar a la gente. Recordó algunas fogatas con fiestas a pleno campo que le habían contado, además de algunas ramadas ocasionales donde corría el alcohol a raudales. Sin duda, las pendencias y los accidentes provocaban muchas muertes. Por eso las cruces, por eso las animitas, las contadas y los miedos. 

Esa noche, antes de dormir, Levín hizo un recuerdo de sus huertos y plantaciones. Creyó por un momento escuchar a la Viuda Negra llamándolo, aquella vez en la cuesta misma, cuando se le apareció en la noche de ánimas y tuvo que abandonar una carretilla destrozada y unas herramientas en el arroyo gris del puente de La Cruz. 

Médicos en la estancia

Cuando los ingleses que administraban la estancia de la escuela agrícola decidieron traer a un médico, la decisión fue una de las mejor tomadas. En aquellos tiempos no existía absolutamente nada en un territorio que estaba arrendado sólo para explotación de ganado y tierras, y aunque las condiciones de la estancia buscaban agrado y confort, de ninguna manera el grupo de habitantes estaba lo suficientemente preparado para enfrentar los riesgos laborales, las dolencias por indigestión (no había casi ancianos entonces, pero sí jóvenes peones que consumían corderos y bebían licor) y algunos otros eventos en que realmente se necesitaba un auxilio médico inicial. 

George Schadebrodt llegó a esa estancia en 1918, contratado por la Compañía cuando cumplía los 43 años. Había nacido en Polonia (Dirshau) y ejercido como médico a bordo de un barco que cubría trayectos hacia Sudamérica. En uno de aquellos viajes se quedó en Comodoro Rivadavia y ahí lo descubrieron para traerlo. Primero se vino a inspeccionar desde el mismo Chubut, a caballo, recorriendo grandes distancias, pero sin apuro. Y cuando conoció la realidad de estas tierras arrendadas a los ingleses, le gustó la idea, porque iba a ser el único médico contratado, y tal vez más cerca de los servicios particulares que como funcionario de servicio público. Un día de verano, conversó con su familia y planificaron un viaje en carreta de bueyes desde la Argentina. Acaso sea éste el único caso de una familia que llega en carreta hasta una estancia perdida en medio de los valles plagados de bosques y montes, hasta toparse con un remanso de río llamado Coyhaique. George Schadebrodt era políglota, un cuarentón bastante inclinado a la cultura general, bastante lego y agradable en el trato y la larga conversación. 

A pesar de que se había titulado de odontólogo y ginecólogo, también atendía y enfrentaba cualquier dolencia. Manejaba una instalación meteorológica completamente habilitada, con instrumentos de su propiedad que había logrado formar durante sus años mozos en Europa. Le gustaba también el oficio de botánico y siempre se le vio cerca de las plantas y flores, investigando acuciosamente sus características. 

Poseía un completísimo inventario clasificado científicamente y docenas de instrumentos que le acompañaban en su consultorio, instalado en la actual e histórica casa que por muchos años ocupó el conocido vecino Elbaldo Novoa y su familia. En aquel lugar rodeado de álamos, de una quinta con gran cantidad de árboles frutales, de huertos con plantaciones muy exóticas y grandes planteles de animales, el corazón de este gran polaco no podía ocultar su regocijo. Se ha comentado mucho sobre el paso por esta tierra de Schadebrodt. Se dice que no acostumbraba a recetar más que unos frascos de agua que preparaba con gran esmero para sus pacientes, a la mayoría de los cuales consideraba hipocondríacos. A los frasquitos les pegaba una etiqueta escrita en una Underwood planillera con el nombre del medicamento o jarabe, por supuesto inventado por él. 

Su misión se incrementaba cuando debía cumplir rondas médicas a caballo entre Balmaceda y Ñirehuao, con la única ayuda de un peón capacitado y un pilchero que oficiaba de farmacia móvil, rondas que duraban hasta un mes completo. 

George Schadedrodt fue el primer médico que tuvo nuestro territorio. Un nombre que presenta muchos olvidos comunitarios y que no se maneja con el código del reconocimiento que amerita su loable misión en esta tierra. Sólo en 1936 el viejo doctor se retiró de su activa vida laboral, para construir una casa en lo que es actualmente conocida como la Quinta Schadebrodt, un verdadero vergel de la naturaleza a los pies de la Piedra del Indio.

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OSCAR  ALEUY, autor de cientos de crónicas, historias, cuentos, novelas  y memoriales de las vecindades de la región 

de Aysén. Escribe, fabrica y edita sus propios libros en una difícil tarea de autogestión. 

Ha escrito 4 novelas, una colección de 17 cuentos patagones, otra colección de 6 tomos de biografías y sucedidos y de 4 tomos de crónicas de la nostalgia de niñez y juventud. A ello se suman dos libros de historia oficial sobre la Patagonia y Cisnes. En preparación un conjunto de 15 revistas de 84 páginas puestas  en edición de libro y esta sección de La Última Esquina.

 

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