Opinión
Por Pablo Santiesteban , 12 de enero de 2022De las tejas corridas al sentido común
Cuesta mucho rebatir o tildar de equivocados a los científicos y especialistas que dicen que todos andamos con las tejas un poco sueltas o derechamente corridas a consecuencia del mucho tiempo que llevamos soportando la pandemia y sus derivados.
Cada uno de nosotros ha tenido que encontrarse con un tipo con medio melón en la cabeza, como le sucedió a Piazzolla, o con gestos, actitudes o conductas extrañas en personas conocidas por largo tiempo y que nos tenían acostumbrados a su sobriedad y templanza, pero que ahora se notan hurañas, escurridizas y hasta agresivas.
La salud mental está débil en muchísimos bípedos implumes y quizás por eso mismo es que tenemos que andar a la defensiva. Que conste que no me refiero al grado de peligro que ha alcanzado la violencia delictual, al parecer incontenible para nuestra institucionalidad, aunque hay que reconocer que no es un problema exclusivo de nuestro Chilito. Es un problema grave, que exige una respuesta contundente, porque no se puede permitir que asesinos tipo los matones de Al Capone o Pablo Escobar hayan reemplazado a nuestros tradicionales cogoteros, monreros o vendedores del cuento del tío, que algún código de conducta y ética respetaban.
No es eso, sin embargo, lo que nos inquieta en estas líneas. Lo que nos quita el sueño es observar a ciudadanos que teníamos por ejemplares, ahora se vean dispuestos a echarle el auto encima al primero que se le cruzó al frente o que arma un escándalo de nivel barra brava porque supuestamente no fue bien atendido en un restaurante.
No sé si en otros lugares ocurre lo mismo, pero es evidente que en Chile hemos retrocedido en materia de comportamiento vial. Y en esta parada vamos casi todos, conductores, ciclistas, peatones.
Es frecuente ver vehículos a velocidades incalculables, pero que sobrepasan por mucho los 50 KPH que permite la norma; los ciclistas aparecen por todos lados, especialmente en las veredas que en teoría son de dominio exclusivo de los caminantes, y los peatones no lo hacen mejor cuando cruzan por donde se les dio la gana, como si no supieran que en caso de un atropello son precisamente ellos los que tienen todas las de perder.
Los abusos de los automovilistas ya llegan al plano de la insania absoluta. Para no derramar sangre vamos a referirnos solamente a los autos mal estacionados, materia en que parece regir la ley de la selva. El miedo a la infracción, el otrora temido parte pasó a la historia, porque estoy seguro de que no van a sancionar ni al que deje el vehículo sobre el quiosco de la plaza. El otro día, una señora se detuvo en una concurrida calle valdiviana, a la hora de mayor tráfico, puso las luces de estacionamiento y se bajó, con una sonrisa entre burlona y estúpida, desafiando el concierto de bocinazos propinado por los que habían quedado atascados por su culpa. ¿Y la pólice? Como dijo Neruda, “me gustas cuando callas porque estás como ausente….”.
Ejemplos como ese hay millones. Los encontramos no solo en la calle. También están en los mall, en la playa, en los supermercados con el reparto de carrazos por la espalda, en la feria. Por aquí, por allá, por acullá.
Explican los médicos que los que están durmiendo menos se lo necesario se cuentan por millones. Y eso es grave. Cuando uno no duerme bien se levanta odiando al mundo, con ganas de matar a alguien, con esperanzas de que caiga el meteorito de DiCaprio o que el virus termine la pega y nos lleve a todos al lugar donde no importa la sequía o el precio de los pellets.
Por eso, muchos deben recurrir a la ayuda de los fármacos, a veces sin asesoría médica, porque hasta los medicamentos los venden en la calle, como si fuesen calugones Pelayo o parches curita. Mala cosa. Y peor todavía cuando el ambiente se impregna de olor a marihuana, también muy fácil de encontrar en los lugares más insólitos de nuestro entorno. Y con total desparpajo de parte de los consumidores, por supuesto, quienes rematan la obra escuchando lindos reguetones a todo chancho.
Va a costar salir de este problema, una especie de segunda pandemia, que al final pareciera ser peor que el covid-19, 20, 21 o 22, por el momento.
Para lograrlo va a ser necesario aplicar aquello que tanto cuesta encontrar, el sentido común, el menos común de los sentidos.
Aquí tengo otro ejemplo. Desde hace algunas semanas se endureció el reglamento para la venta de bebidas alcohólicas a los menores de edad. Muy bien. Excelente. Hay que hacer esfuerzos para que los jóvenes no salgan más viciosos que sus antecesores, hasta ahí vamos bien.
Sin embargooooo. ¿No será como mucho que le exijan el carné de identidad a una persona que demasiado evidentemente tiene más de 18 años?
Me pasó el otro día. Como estoy en los cuarteles de invierno, se me ocurrió llevarme una lata de cerveza del súper. Casi se me cayó la melena cuando la cajera me pidió el documento para poder venderme la birra. Quizás qué cara le puse, que me dio explicaciones de inmediato: “estoy obligada, señor”.
Le encontré toda la razón. Ella cuidaba su trabajo, pero no ¿habrá peor muestra de ausencia de sentido común que exigir a un hombre de la tercera edad mostrar el carné para venderle una lata de cerveza? Ni siquiera lo que me queda de vanidad me hizo pensar que la joven a lo mejor me había encontrado cara de veinteañero.
Insisto en que exculpo a la niña de la caja. Los responsables son los que pusieron la firma sobre una normativa escrita en piedra. Ahí si que hay severidad, control, eficiencia, eficacia, presencia del Estado.
Lo malo es que al volver a la calle nos encontramos nuevamente con gente que hace lo que quiere, desde fumar marihuana a vista y paciencia del resto hasta a agarrar a balazos al que lo miró feo.
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