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Por Oscar aleuy , 24 de agosto de 2024 | 15:57

Balmaceda abre sus días de 1917, para mostrarnos lo que hubo ahí

Bandidos, asaltantes, forajidos, matreros, un mundo agresivo que creó autoprotección instintiva en la Balmaceda original. (Imagen Grupo NLDA)
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Balmaceda fue fundada en 1917 y su primer núcleo de poblamiento se emplazó junto al río Oscuro, en una disposición circular, al estilo defensivo de los carromatos en la época de los westerns norteamericanos. La idea, implantada por el Generalísimo de las Fuerzas del Sur, Antolín Silva Ormeño, fue hacer que los primeros vecinos se sintieran protegidos de los ataques a mansalva cuando bandoleros y matreros pululaban por los espacios balmacedinos. 

Silva se había instalado en Lago Blanco con su boliche, al que nombró Polo Sur, adonde acudieron muchos troperos y jinetes, caminantes y avanzadores, que se quedaron ahí en torno a la estufa Volcán comentando los hechos de la semana y fumando caporal en las cotidianas ruedas del mate amargo. Fue en ese lugar que se conversó a gritos sobre la fundación de un poblado. Y buscaron a un líder que sabía algo de topografía e ideó las manzanas y las primeras calles, mensuró con cordeles y lazos los primeros lugares, y no se olvidó de la plaza, las casitas de tejuelas y canogas, los álamos y los patios.

Antes de la fundación oficial, ya había vivientes buscando tierritas. En 1914 se juntaron varios ciudadanos a conversar una especie de comité con una directiva. Nace el COPPA Comité pro-Provincia de Aysén, con Adolfo Valdebenito a la cabeza, el Juez de Subdelegación. Lo acompañan los vecinos Juan Aguilar, Nicanor Schoenfeldt, Arsenio Melo y Moisés Bravo. Dos años más tarde se suman Josefina Elena Méndez, una de las primeras profesoras junto a sus tres hijos; Sixto Echaveguren, que sería el virtual primer banco ganadero del territorio; Blanca Flor Espina y Dumicilda Medina, las profesoras; Herman Finke, ciudadano alemán, el contador; Salomón Farah Dibb, el herrero, y el tropero Segundo Aravena. Juan Ramón Contreras, el carpintero y hacedor de ataúdes; Alfredo Mascareño y su primer hotel; Timoteo Jara, un gentil comerciante; Ali Haida, el panadero libanés; Emilio Cano, que camionea por Argentina; y tantos otros nombres que se empiezan a sumar, Pedro Sellán, Máximo Kant, Julio Chible Daas, primer pulpero del pueblo, Carlos Asi, comerciante principalísimo, José Pérez Tallem con su boliche La Confianza Siria, Mercedes Jalife, Federico Peede von Bischofhausen, Sandalio Bórquez.

Por las tardes y noches siempre se escuchan los ritmos de rancheras que vuelan entre los rumores de las noches de beneficios en un Club de los Socios llamado Internacional, donde los gauchos pasan a quedarse para la diversión y el relajo. Alfredo Mascareño, en su hotel tiene que vérselas con bandolerajes, siendo uno de los pocos a los que respetan. Desfilan los nombres de los buscas y los matreros: Galván, Gorra de Mono, Iribarne, Reinoso, el Zurdo Contreras, Pan y Agua, Diente de Oro, Rubio de la Pera. 

Chalino Barros, hijo de Dumicilda Medina, del grupo de primeras maestras. (Foto Grupo NLDA)

Por esos lares los presos son detenidos cuando hay excesos irremediables y los encierran bajo tres llaves en la casa de adobes de José Pérez, convertida en calabozo ocasional. En aquel lugar vive el Juez Guillermo Arrocet, llegado de Puerto Montt para constatar la situación.

Dirige don Avelino Ehijos sus grandes chatas desde la Élida o Huemules, pasando por la Nicolasa, rumbo a Río Mayo. El padre adoptivo de José Pérez es un héroe de la Guerra del Pacífico, avecindado ya en Balmaceda. Se llama Simón Salazar. Una noche tocan a su puerta y va a abrir. Una daga le deja los intestinos en el suelo. Don Simón es el precursor de las bandas de música en el poblado, cuando doña Dumi prepara números artísticos con sus niños en la garita vieja de la primera plaza. Se unen los nombres silenciosos de los balmacedinos originales: Juan Fernández, Ramón Laibe, Salmen Chaveldín, Said Corball, Jacinto Ali, José Abraham Asmutt, Juan Hamer, Pedro Castillo, Gregorio Jara, el político Rodríguez, Amador Cifuentes, Juan Fuentes, los Domke, Abraham Chible de Damasco. 

Los registros civiles

Mientras en Puerto Aysén, la oficina de identificación funcionaba ya en 1928 en la casa particular de David Bustamante, donde se entregaban cédulas de identidad con tapas negras, algo similar ocurría en el Valle Simpson al instalarse un civil en la casa de David Orellana. Tanto en aquella oficina como en Balmaceda atendía el oficial Adolfo Valdebenito, pero mucho antes estos asuntos debían resolverse en Argentina o en los civiles de Chiloé y Llanquihue. 

El Chasqui de la calle Simpson 

Herman Finke y Clotilde Garrido, vecinos pioneros de Balmaceda (Foto familia Bórquez Finke Coyhaique).

En la calle Simpson de Coyhaique hay una inscripción que permanece aún, tal vez la única en su género, dedicada a las andanzas de juventud de un pionero. Hay una placa de bronce hecha por él mismo, enorgullecido de haber llegado hasta aquí. Se llamaba Alberto Ramírez Poblete, viejo chasqui de los denodados tiempos que me abrió la añosa puerta de su casa y lo reconocí al verlo sentado frente al ataúd de su mejor amigo balmacedino Abraham. No se ha despegado de ahí. Estático, con la cabeza inundada por sus experiencias de niño, conchavado en inviernos y veranos por este tan viejo Abraham en su boliche de ladrillos de Balmaceda. Queda para siempre el letrero: Alberto Ramírez Poblete, pionero de Aysén, llegado en 1924. Lo que me ha contado se prepara para otras instancias cronísticas.

Un gaucho balmacedino, Reinaldo Cifuentes

Para pasar un invierno feliz, el padre del niño Reinaldo ha traído quintales de harina y sacos de azúcar, barricas de yerbas y barriles de vino, de una sola vez para nunca salir a ninguna parte a buscar nada por temor a morir de frío. Amador Cifuentes siempre ha sido alto y gordo, le ha faltado una pierna, que suple con una muleta de madera de esas que antes se usaban. Cuando los niños del grupo de Reinaldo regresan del campo a la escuela o viceversa, siempre se lo encuentran cabalgando, con una pierna menos y su muleta. Parece que Demetrio Cifuentes es familiar de Amador.

Ceremonia Cívica en 1920 cerca de la plaza. Hotel Español de los Mascareño Cifuentes (Fotos Museo Regional Aysén)

Juan Manuel Contreras se dedica a armar cajoncitos para depositar cadáveres y llevarlos a los velorios llenos de plañideras. Con el tiempo, cuando frisa los noventa y algo, se encarga de él su amigo Hernaldo Muñoz y un tiempo después Chalino Barros que lo cuida también porque sus casas están juntas. Cuando llego ahí y me meto no más, el viejo sepulturero me hace pasar confiado, pero Chalino llega en un minuto con la pistola cargada en la mano, preguntando y quién es usté que no avisó. Después de la entrevista lo viene a buscar un hijo de la Argentina y se lo lleva.

En la plaza vieja de Balmaceda hay un kiosco con la armazón de una casa común abajo y un piederecho con forma circular y cerrado por piquetes, que tiene una escalera que entronca con el cielo. Este kiosco circular servía para entretener al niñaje, según el decir de Cifuentes subiendo y bajando por la escala. Un poco más allá, Ema Barraza Paz ya estaba cumpliendo sus funciones de profesora cuando cierta vez dos chicas hijas de María Osses, invitaron a Reinaldito a tomar mate de leche a la casa, así que el niño no fue a su hogar, sino que endilgó para donde las chicuelas, sin permiso de nadie y sin dar aviso, incluso faltando en la tarde a clases. Y mientras tomaba mate de leche con sus amigas, en Balmaceda una multitud de vecinos revisaban ríos y arroyos, pozos sépticos y galpones, labores de trabajo, patios y casas en busca de su cuerpo que ya se daba por muerto.

Y de tanto, lo vinieron a encontrar en casa de la señora María. Así que un tal primo Mamerto Osses y Belindo Pérez, lo agarraron de las extremidades y lo llevaron a la escuela, que esa era la forma de llevarlo por acuerdo de la reunión de padres. Y lo entregaron como un cordero, colgando de las patas, berreando y agitándose en plena muerte. Se lo entregaron a la profesora Ema, que ordenó a su mamá que le pegara cien varillazos en el poto por una hora y si fuese posible, por dos. Para que no lo haga nunca más.

Comenzaba a levantarse el Club de los Socios. Había un edificio donde los llevaban a los niños a cantar o hacer sus gracias. Pero Reinaldo sólo abría y cerraba la boca y no cantaba. Un niño se dio cuenta y gritó:

            —¡Reinaldo no canta nada!¡Sólo mueve la boca! —. Asustado, vio acercarse al profesor de música que le propinó un tremendo guitarrazo en la espalda y lo dejó casi en blanco y viendo estrellas.

Cuando eran más grandes, aventureros incorregibles, se iban a los calafates y a las frutillas, a bañarse a los ríos y a comer asados a campo libre. La niñez, nunca dejó de provocar experiencias nuevas para tantos niños en medio de un villorrio que no ofrecía muchas oportunidades para la diversión y la libertad.

La memoria sobre la gente y los vecinos recobra vida cuando le preguntamos por los transportistas:

—Conocí a Eduardo Faúndez, que entraba desde la Argentina hasta los campos de Pualuán y Vicente Jara, que le cargaba su chata de seis caballos con leña para vender a Lago Blanco. La chata era mucho más grande, de cuatro ruedas, delanteras bajas y grandes traseras de dos metros y medio, con pescante delantero para gobernar seis caballos. Cuando llegaron camiones las chatas se terminaron.

Hubo una época en que había varios chilenos que vivían haciendo maldades y matonajes, pero don Reinaldo no le encontraba sentido ya que no se lucraban con los contrabandos, sino que no más con el dinero obtenido se iban a los lenocinios a llenar sus panzas de bebidas alcohólicas y a yacer con mujeres de mala vida. 

Aún en los últimos momentos de la conversación, se advierte en sus palabras la sombra de la pena por una injusticia. El año 50 contrae matrimonio en Balmaceda con Carmen Segura Flores, y nacen Aladino, Juanita, Cupertino, Zeida, Manuel, José, Yénica y Nelson.

            “Escuchábamos nosotros, muchos años atrás cuando decían que habían matado al Rubio de la Pera. Una pareja de carabineros lo acribilló en el sector El Portezuelo para el lado de la frontera, cuando estaba acampado con pilchero y monturero y estaba charrusquiando cuando llegó la autoridad y lo mataron”.

            Esa historia no fue tal, no sucedió así porque en realidad en esa cruzada mataron a otra persona inocente, que no era el rubio, sino un sujeto como muchos de los que pululan por los campos y que andan siempre solos, gente que no tiene trabajo, van sin rumbo y sin domicilio porái, sólo matrereando porái y entonces los toman por sospechosos. Cifuentes afirma que uno de esos sujetos vino a su casa y estuvo con él y le hizo un buen regalo, y después de un tiempo supo que era un verdadero matrero y contrabandista: se llamaba Maldonado y tenía una marca entre la frente y la pera, de un hachazo que recibió en una de esas pendencias en que capaz no más que uno sale vivo y el otro muerto.

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